AVISO A.R.A. "ALFÉREZ SOBRAL" EN COMBATE
Relato de su Segundo Comandante durante la Guerra del Atlántico Sur,
Capitán de Navío (RS) Sergio Bazán
27 DE MARZO AL 1 DE MAYO DE 1982
Sábado 27 de marzo de 1982. El Aviso A.R.A. Alférez Sobral, pequeño
buque de la Armada Argentina cuya misión principal es la de llevar a
cabo diversas tareas auxiliares, tales como remolques en el mar,
balizamientos, apoyo a otras unidades y a las zonas costeras, etc, se
encontraba en su apostadero de la Base Naval Puerto Belgrano.
Su Comandante, Capitán de Corbeta Sergio Raúl Gómez Roca recibió una
orden perentoria: Alistar el buque y zarpar de inmediato. Convocado el
personal y tras rápido reaprovisionamiento la unidad partió en horas de
la tarde hacia el sur. Excepto el Comandante, ninguno de los 60
tripulantes conocía la misión impuesta.
A poco de navegar, fuimos informados de la decisión de recuperar las
lslas Malvinas. Si bien no integraríamos la Fuerza de Tareas
directamente encargada de cumplir con esa misión, nos sentíamos
igualmente partícipes ya que, de alguna manera, se nos asignaría una
tarea contribuyente a la misma.
Es difícil relatar la emoción vivida en aquellos días, principalmente
porque parecía un sueño que, tras casi 150 años de usurpación del
archipiélago, nos tocara intervenir en esa gesta.
Luego de dura travesía debido a un fortísimo temporal, arribamos a Río
Gallegos el 1° de abril, fondeando frente a la ciudad. El día 2, en
formación a bordo, nuestro Comandante comunicó a la tripulación que se
había consumado la recuperación de las islas. A partir de ese momento,
la actividad se centró en mantener la nave en las mejores condiciones
de operación, lista para acudir al lugar que se ordenara, a cumplir la
tarea que fuera menester.
Transcurridos nueve interminables días otra orden llegó. Nos
trasladaríamos a Puerto Deseado para efectuar un reabastecimiento y
luego ocupar posición al oeste de las lslas Malvinas, sector desde
donde podríamos ser enviados al rescate de las tripulaciones de aviones
derribados o náufragos.
El 17 de abril nos hallábamos en la posición asignada. Según los
informes que se recibían, la situación entre nuestro país y Gran
Bretaña se agravaba, la tensión aumentaba y era previsible que pudieran
producirse los primeros enfrentamientos.
Ello aconteció poco después, el sábado 1 de mayo. A las 17.30 horas de
ese día, un avión Canberra de la Fuerza Aérea Argentina integrante de
una sección que se dirigía a bombardear a las fuerzas inglesas que
iniciaron el ataque a las islas, fue abatido aproximadamente a 100
millas náuticas al norte del Estrecho de San Carlos.
Ante este hecho, y en cumplimiento de la orden recibida, nuestro buque
se destacó de inmediato para efectuar la búsqueda y el rescate de los
dos tripulantes de la aeronave. Con mar gruesa, casi sin visibilidad y
con una preocupante falla en el sistema de timón, el Capitán Gómez Roca
encaró resueltamente el peligro que implicaba internarse en una zona
controlada por el enemigo, sabiendo que de producirse un encuentro, las
posibilidades que tenía de salir airoso eran prácticamente nulas.
Esa actitud decidida y valerosa, que anteponía a toda otra
consideración el sentido del cumplimiento del deber y la solidaridad
con los camaradas en peligro, fue apoyada con su accionar por toda la
Plana Mayor y Dotación, sin excepciones.
EL COMBATE
El 2 de mayo amaneció con tiempo borrascoso. Durante la mañana un
mensaje alertó sobre la presencia de un Grupo de Tareas británico
compuesto por un portaaviones y seis u ocho buques de guerra, operando
en el área hacia la cual nos dirigíamos.
Llegó el atardecer, y con él una infausta noticia: el Crucero General
Belgrano había sido
torpedeado. Fue un duro golpe ya que, como es lógico, sentíamos
verdadero cariño por esa nave, en la que navegaban compañeros y amigos
de toda la vida; pero a medida que transcurrían las horas y nos
acercábamos al punto calculado para iniciar la búsqueda, la atención se
centró en el intento de salvar a los dos hombres que se hallaban a
merced de las aguas.
Casi a medianoche fuimos sobrevolados por un helicóptero no
identificado, ordenándose entonces cubrir puestos de combate. La
aeronave se mantuvo sólo unos instantes, alejándose luego para perderse
en la oscuridad.
Transcurrieron 40 minutos de atenta vigilia. Los nervios terriblemente
tensos, pero nadie exteriorizó lo que sentía. Hasta parecía que se
trataba de otro zafarrancho de rutina. ... Pero había algo muy claro:
El enemigo nos había descubierto y no tardaría en atacar.
Se sabía a bordo que no recibiríamos ayuda debido a que no había otros
buques argentinos en las proximidades. Como tampoco apoyo aéreo, cuando
menos hasta la mañana siguiente. Como el mar estaba agitado y el
violento movimiento del buque dificultaba el trabajo de los apuntadores
de las armas, el Comandante decidió invertir el rumbo, de manera tal
que recibiendo el oleaje por la popa nuestra unidad se mantuviera lo
mas estable posible.
Así las cosas, al acercarse otro helicóptero británico el Sobral abrió
fuego, entablándose el combate. El cañón de 40 y las ametralladoras de
20 mm dispararon su munición, y si bien por la oscuridad reinante y el
ya mencionado rolido y cabeceo del buque, no consiguieron hacer
impacto, sí lograron que la aeronave enemiga se alejara
precipitadamente, tomando distancia para ponerse fuera del alcance de
nuestra artillería.
Minutos más tarde el Jefe de Artillería advirtió que por estribor se
divisaban destellos. Desde el puente de mando, efectivamente, se
observaron también pequeñas luces. A primera vista, el Comandante, que
no perdía las esperanzas de rescatar a los pilotos buscados, expresó
con entusiasmo que podía tratarse de señales lanzadas por ellos. Pero
instantáneamente el particular movimiento de las luces avistadas nos
indicó que en realidad eran misiles que se aproximaban.
Todo ocurrió en pocos segundos. Un misil (se trataba de la clase Sea
Skua lanzados desde helicópteros Sea Lynx) impactó en la lancha,
explotando y destruyéndola por completo, al tiempo que rociaba con
esquirlas la superestructura. Los tres operadores de la ametralladora
de 20 mm de estribor fueron heridos. Personalmente experimenté los
efectos de la explosión, siendo arrojado hacia el interior del puente,
recibiendo también una esquirla en la pierna izquierda.
Otro misil pasó sobre el buque sin impactar. El Comandante ordenó abrir
fuego cubriendo el sector desde el que provenía el ataque, aunque era
imposible ver al enemigo debido a la oscuridad y a que éste efectuaba
sus lanzamientos de misiles a máxima distancia, manteniéndose fuera del
alcance de las armas del Sobral.
Al ordenarse el alto el fuego, se constató que las averías no afectaban
mayormente, hasta ese momento, la seguridad náutica y navegabilidad de
la unidad, pero las antenas y equipos de comunicaciones resultaron
averiados, por lo cual estas quedaron interrumpidas. Enseguida se
trasladó a los heridos a cubiertas bajas para su atención. Allí, en la
cámara y camarotes de oficiales, el médico de a bordo había instalado
su puesto de socorro y trabajaba sin pausa junto al enfermero.
Por orden del Comandante recorrí el buque comprobando que, teniendo en
cuenta las
circunstancias, todo estaba en orden. El personal continuaba en sus
puestos de combate, fueran estos en la sala de máquinas, las armas, los
equipos de control de averías, etc. Observé rostros que denotaban
preocupación, pero todos, con disciplina y férrea voluntad, se
esforzaban por cumplir de la mejor manera con sus funciones.
Al observar que los ataques se producían con misiles, el Capitán Gómez
Roca apreció,
acertadamente, que el lugar de mayor riesgo era la superestructura,
especialmente el puente de mando.
Ante ello, con el fin de proteger a sus hombres y considerando
especialmente que por la distancia la que se encontraba el enemigo ya
no sería posible combatir efectivamente con las armas propias, ordenó
desalojar las cubiertas superiores y los sectores mas expuestos,
quedando en el puente solamente él y los tripulantes indispensables
para conducir el buque. Esta difícil y heroica decisión, adoptada en
los momentos de mayor tensión e incertidumbre, significaría luego la
preservación de la vida de muchos de sus hombres, pero también su
propia muerte en acción.
Al finalizar una rápida inspección del buque, y en oportunidad en que
me dirigía hacia el puente para informar el resultado de la misma,
sentí un agudo dolor en la pierna herida. El médico, a quien crucé
casualmente, insistió en revisarme y este hecho providencial evitó que
me encontrara junto al Comandante en el preciso instante en que el
enemigo atacó nuevamente (01.20 horas del día 3 de mayo)
Un misil impactó de lleno en el puente, destruyéndolo totalmente, al
igual que el cuarto de radio que se hallaba directamente debajo. El
palo de proa cayó y las innumerables esquirlas provocaron averías
diversas en toda la parte superior y media del buque, que se estremeció
como si hubiera sido golpeado por una mano gigantesca. El sector de
proa se llenó de humo y el penetrante olor de la explosión invadió los
compartimientos, aumentando la ansiedad general.
Allí, en el interior de la nave, la fatalidad hizo que el Conscripto
Roberto D’Errico, mientras era asistido de una herida sufrida durante
el primer ataque, fuera alcanzado nuevamente por una esquirla que,
traspasando dos cubiertas, terminó con su vida.
Ansioso por conocer la magnitud de lo ocurrido subí hacia el puente,
encontrando un verdadero desastre: estaba totalmente arrasado, hierros
al rojo vivo y un incendio que cobraba fuerza. El Comandante y los que
allí se encontraban habían muerto. La situación no era mejor en el
cuarto de radio, igualmente destruido por la explosión, con los
operadores muertos en sus puestos de combate y un único sobreviviente,
el Cabo Enríquez, gravemente herido.
Al instante comprendí que me encontraba ante el cuadro que ningún
segundo comandante desearía que se presente jamás, aunque esté
preparado para ello y constituya ésta su principal razón de ser: asumir
el comando por muerte del comandante durante el combate. Con plena
conciencia de la tremenda responsabilidad que ello implica y de la
gravedad de lascircunstancias, a partir de ese momento me hice cargo de
la Unidad.
Al bajar del puente, el Jefe de Máquinas me informó que por averías en
el sistema de timón no era posible maniobrar el buque. Brevemente lo
impuse de la situación y ordené parar máquinas.
A todo esto, un grupo de control de averías combatía las llamas en los
sectores afectados.
Ante la posibilidad de que otros impactos hicieran naufragar el buque,
se inspeccionaron las balsas salvavidas autoinflables, comprobándose
que todas estaban inutilizadas, resultado de las innumerables esquirlas
que las habían perforado.
Resumiendo, la situación del buque era: timón averiado, el puente con
todo el instrumental, cartas y elementos de navegación destruidos; la
radio también destruida, un incendio a bordo, ocho muertos (incluido el
Comandante) y ocho heridos, personal con contusiones y heridas menores
y la perspectiva de recibir nuevos ataques.
A partir de entonces, una vez dominado el incendio y reparado
precariamente el sistema de timón, se organizó el regreso.
REGRESO AL CONTINENTE
Se presentaban dos alternativas: la primera, navegar hacia las Islas
Malvinas, a cuya costa norte podíamos arribar en no más de 12 horas,
pero correríamos el serio peligro de ser nuevamente atacados; a ello se
agregaba la falta de elementos de navegación y cartas náuticas de la
zona, lo que tornaría muy dificultoso recalar con cierta seguridad. La
segunda, navegar hacia el continente. En este caso, si bien persistían
los riesgos antes citados, las probabilidades de que se presentaran
eran menores, aunque se debería afrontar una prolongada travesía en
condiciones extremas.
Decidido por esta última, se reinició la navegación, tomando en
principio como guía la dirección de las olas que, sabíamos, venían del
norte.
Más tarde, con la ayuda de brújulas terrestres del equipo de
desembarco, en situaciones normales no utilizables a bordo por el
desvío provocado por el magnetismo del buque; y con la “rosa” rescatada
de un compás magnético destruido, colocada en la línea central del
buque (crujía) entre las cadenas de anclas pretendiendo obtener alguna
compensación, se logró tener una idea aproximada del rumbo.
Por otra parte el cielo, continuaba y completamente cubierto, impedía
conocer el arrumbamiento en base a las constelaciones habituales.
Durante todo el día 3 se navegó esperando el ataque que dábamos por
descontado, pero que finalmente no se concretó. Excepto los vigías,
apostados al efecto, todo el personal permaneció bajo cubierta ya que
no quedaban armas en condiciones de uso. El interior del buque
presentaba un estado realmente precario: en el sector de proa la
energía había sido cortada y todo estaba mojado como consecuencia del
agua arrojada para combatir el incendio. Tampoco había calefacción ni
comida caliente, por lo que el frío se hacia sentir con crudeza.
Horas después, cuando las condiciones de mar lo permitieron, se
improvisó un comando en proa. Desde allí, mediante una línea de
teléfonos autoexcitados se daban las órdenes al timonel, ubicado en el
timón de emergencia, en la sala de máquinas.
Entonces tuvo lugar un hecho que a mi entender evidencia el temple de
aquella aguerrida tripulación: la Bandera de Guerra del Sobral, por la
rapidez con que se sucedieron los acontecimientos no había sido
retirada de su cofre y, al momento del combate, ondeaba en lo alto un
pabellón de los usados diariamente. Al caer el palo, habíamos quedado
momentáneamente sin pabellón. Percatado de ello, un grupo de
tripulantes requirió autorización para tomar la Bandera de Guerra e
izarla en el lugar más alto que fuera posible. Concedido el permiso la
Bandera se izó al tope de la pluma (brazo de grúa) de popa, en uno de
los momentos más emocionantes, sobre todo teniendo en cuenta que a esas
horas existían inciertas posibilidades de sobrevivir.
El 4 de mayo a las 9 de la mañana, utilizando un transmisor de
emergencia extraído de entre los escombros del cuarto de radio, se
emitió un pedido de auxilio, con muy poca confianza en su eficacia ya
que el equipo estaba dañado y perforado por esquirlas. Por varias horas
no obtuvimos respuesta.
Simultáneamente, con una radio portátil común se sintonizaban varias
emisoras, principalmente argentinas y uruguayas. Fue justamente una de
estas últimas la que dio la novedad del ataque a nuestro buque, e
informaba que el Aviso Alférez Sobral había sido hundido por fuerzas
inglesas.
Lógica fue la desazón que produjo en la tripulación escuchar semejante
noticia, al pensar el efecto que causaría en los familiares que,
ansiosos, esperaban en tierra.
También se prestaba suma atención a las novedades que se daban sobre el
rescate de los
sobrevivientes del Belgrano, y nos llenó de euforia enterarnos del
hundimiento del Destructor inglés Sheffield, atacado exitosamente ese
día por la Aviación Naval.
A todo esto, una radio de Río Gallegos, en los habituales mensajes que
se transmiten para apoyo a la comunidad en la Patagonia, incluyó uno
que decía: para el señor Gómez Roca, lo esperamos en Puerto Deseado.
Este mensaje impuesto por la superioridad, que desconocía aún el
fallecimiento del Comandante, dio grandes esperanzas y la certeza de
que nuestro mensaje había llegado. Al menos, en tierra sabían que en
algún lugar continuábamos a flote. Un nuevo mensaje, que esta vez
señalaba: al señor Gómez Roca, va gente a buscarlo a la estación, dio
la seguridad de que se nos estaba buscando.
Después nos enteraríamos que unidades de la Aviación Naval, la Fuerza
Aérea y otros buques trataron incansablemente de hallarnos, sin
conseguirlo.
A partir de ese momento, cuando se navegaba en niebla cerrada, se
efectuaron señales acústicas por medios diversos, como campana,
silbatos y hasta disparos con fusil. Se desmontó del palo caído la
sirena y, conectándola a una manguera de aire a presión se utilizó como
elemento de señalación. Fueron numerosas las veces que alguien creyó
ver u oír algo, como el ruido del motor de un avión o helicóptero, una
luz o la línea de tierra, pero todo era producto de la imaginación; de
los deseos de superar la situación.
Al respecto, lo mas inquietante era no saber exactamente dónde nos
encontrábamos. Se había efectuado una estima, más por la precariedad de
medios, adolecía de grandes errores.
Esperábamos avistar la costa continental en la tarde del día 4, pero
llegó la noche sin que nada se produjera. Con la noche también se hizo
presente la incertidumbre. ¿Nos habríamos desviado hacia el norte,
internándonos en el Golfo San Jorge? ¿Estaríamos retrasados?
¿Llevaríamos el rumbo correcto? ¿Qué pasaría si se desataba un
temporal, tan frecuente en esa zona?
A ello se sumaban otros interrogantes ya que en el supuesto caso que
estuviéramos cerca de la costa, sin visibilidad y a pesar de efectuar
continuos sondajes (medición de la profundidad) con sonda de mano, se
corría el riesgo de colisionar con alguna roca o varar, perdiendo la
nave, y quizá la vida, a pocos centenares de metros de la orilla. Por
otra parte, cada minuto transcurrido disminuía las posibilidades de
sobrevivir.
Durante la noche otro incendio, originado en el cableado del sistema de
timón, cobró tal fuerza que puso en serio peligro a todo el buque. Los
denodados esfuerzos del personal terminaron por dominarlo, pero ya no
tendríamos otra oportunidad. Se habían agotado los extinguidores y la
espuma, y para combatir el fuego sólo se contaba con el agua de mar,
extraída con bombas.
Ello impulsó la decisión de parar máquinas nuevamente para realizar las
reparaciones y
aislaciones indispensables en el cableado, esperando al mismo tiempo la
luz del día.
Simultáneamente el médico informaba que las medicinas escaseaban y le
preocupaba
especialmente el Cabo Enríquez, muy débil por la hemorragia sufrida.
Pero la dotación continuó trabajando incansablemente. Podrían citarse
numerosos ejemplos individuales, pero lo destacable fue,
principalmente, el accionar de una tripulación que en la circunstancia
obró como correspondía y se esperaba de ella, con idoneidad
profesional, disciplina y valor a toda prueba.
Creo no equivocarme si afirmo que durante esos días nadie pensó en su
seguridad personal, sino en la del conjunto. Aunque nadie lo
manifestaba, la mente volaba entre nuestros hogares, los seres
queridos, las alternativas de la guerra, el recuerdo de nuestros
muertos y lo que ocurría a bordo.
Por fin, con la esperanza que da el amanecer, seguimos navegando. El 5
de mayo,
aproximadamente a las 9 de la mañana se avistó la costa continental.
Aún así, continuábamos sin saber nuestra posición, por lo que se navegó
a prudente distancia de tierra, con arrumbamiento (dirección) general
hacia el norte.
Horas después se divisó un punto en el cielo. Lanzamos luces Very
(“bengalas” para señales) y, para alegría de todos, el objeto comenzó a
aproximarse. Se trataba de un helicóptero de la Fuerza Aérea Argentina.
De él descendió un suboficial y pudimos evacuar al herido mas grave,
justo a tiempo para salvar su vida.
Más tarde el buque fue sobrevolado por un avión, también de la Fuerza
Aérea cuyo piloto, con sobrevuelos rasantes, nos guió al encuentro del
Buque Desembarco de tanques A.R.A. “Cabo San Antonio”, el Destructor
A.R.A. “Py” y un Guardacostas de la Prefectura Naval.
Fue éste otro momento tremendamente emotivo. Al pasar al costado del
Cabo San Antonio nuestra tripulación formó en puestos de honores y lo
propio hizo la del buque que teníamos enfrente. No hubo palabras, sólo
un saludo militar. Luego, mediante lanchas se trasbordó a los heridos y
con el apoyo de los buques citados seguimos hasta Puerto Deseado,
atracando durante la noche, no sin antes sortear una última y difícil
maniobra de entrada bajo condiciones totalmente adversas en la ría de
acceso.
En esta ciudad recibimos el afecto que es de imaginar, tanto de la
población que brindó todo para ayudar a la tripulación después del
trance vivido, como de nuestros camaradas del Ejército y de los otros
buques de la Armada allí presentes.
Se efectuaron las refacciones imprescindibles, retirando deshechos del
puente e improvisando otro y, luego de sentida despedida de los
camaradas muertos en acción, el 20 de mayo zarpamos rumbo a la Base
Naval de Puerto Belgrano, arribando a la misma tres días después.
EPÍLOGO
Con el objeto de reintegrar lo antes posible nuestro buque al teatro de
operaciones
inmediatamente se iniciaron las reparaciones que, no obstante la
premura y dada la magnitud de las averías registradas, recién
terminarían en septiembre, o sea luego de finalizados los
enfrentamientos.
No obstante, ya en octubre de ese mismo año, el remozado Aviso A.R.A
Alférez Sobral se encontraba nuevamente en la zona austral, con la
misma Plana Mayor y Dotación que participara en las acciones de guerra,
excepto aquellos que gloriosamente ofrendaron su vida por la Patria y
su justa causa:
Capitán de Corbeta Sergio Raúl GÓMEZ ROCA
Guardiamarina Claudio OLIVIERI
Cabo Principal Mario Orlando ALANCAY
Cabo Segundo Sergio Rubén MEDINA
Cabo Segundo Elvio Daniel TONINA
Cabo Segundo Ernesto Rubén DEL MONTE
Marinero 1º Héctor DUFRECHOU
Conscripto Roberto D'ERRICO
Hoy, a 28 años de los hechos relatados, el Aviso A.R.A. “ALFÉREZ
SOBRAL” continúa en servicio en la ARMADA ARGENTINA, con apostadero en
la Base Naval Ushuaia.